Visitar a Tamiji Hanamura no es cosa fácil. Como decía el cantante Manolo García en el tema A San Fernando, hay que ir un ratito a pie y otro caminando por un sendero pedregoso que, por suerte, no tiene mucha pendiente. Y el paseo dura entre dos horas y media y tres. Así es como se llega hasta la humilde morada del japonés (aunque ya debería considerárselo boliviano pues más de 50 de sus 81 años los ha vivido en Bolivia), enclavada en el camino precolombino del Choro, en Nor Yungas, en el ingreso a la Amazonía.
Si no se hace el recorrido de tres días por la vía incaica que arranca en la Cumbre a 4.700 msnm, hay que ir desde el final de la senda: la comunidad de Chairo, a 1.300 msnm y a 27 km de Coroico (en dirección a La Paz). Pero no hay señalización alguna, ni allí ni en ninguna otra parte del trayecto. Los guardaparques del Parque Nacional y Área Natural de Manejo Integrado Cotapata, al que pertenece el camino, dan una indicación: a la casa de Hana, como lo llaman cariñosamente, se llega tras diez curvas.
Un pequeño callejón de tierra entre dos casas con letreros de una marca de cerveza es el inicio del itinerario. Por aquí aparecen los caminantes que estoicamente culminan en Chairo los 60 km de marcha, y por el mismo sitio se sube para visitar al ermitaño japonés.
Durante el ascenso, el sonido del río Huarinilla es prácticamente constante. Las piedras que antaño estuvieron bien colocadas sobre la tierra de la montaña están ahora desordenadas y algo movedizas bajo los pies de los andantes. Arbustos, árboles y variedad de orquídeas se asoman al paso. El olor a naturaleza es embriagador y reconfortante para los pulmones que, poco a poco, van pidiendo más oxígeno mediante la aceleración de la respiración.
Bello, pero largo paseo
Pronto se pasan las diez curvas y no parece que el trayecto haya terminado. “Ésas eran pequeñas”, advierte el jefe de Protección del área, Rolando Zapana, que acompaña a un grupo de representantes de Cotapata que suben a ver a Hana. Así que sólo cuentan las vueltas grandes.
Casi dos horas después, Rolando anuncia: “Ya queda poco”. Tras cruzar un riachuelo que emerge de un rincón oscuro y húmedo a la izquierda del sendero, pisando sobre los guijarros que sobresalen del agua, se camina un par de minutos y surge de repente un amplio claro en el camino. Se ven algunas construcciones de madera, barro y calamina. El lugar se llama Sandillani y está a 1.978 msnm. Lo primero que llama la atención es un caño que sobresale de una pared de tierra del que brota un chorro de agua, un maná para los acalorados caminantes. Parece no haber nadie, sólo dos gallinas bien alimentadas se contornean por el lugar. Los viajeros se sientan sobre dos sencillos bancos de madera frente a una mesa del mismo material, que queda a la vera izquierda de la vía inca, bajo un techo de zinc.
— ¡Tamiji!, llama Rolando.
Pasan unos escasos segundos y se oye un apagado “¿Qué?”. Al otro lado, se abre una pequeña puerta de madera que da a un jardín. Sale un hombre tan encorvado que su tamaño se ha debido reducir a la mitad, ya que toda su espalda está completamente doblada: su tronco forma con las piernas un ángulo de casi 90 grados.
Sobre su cabello canoso y desgarbado lleva una gorra caqui con las letras DR bordadas en un tono más claro, un polo turquesa del que asoma el cuello y las mangas de una polera grisácea, un buzo negro atado con una prieta lazada y unas zapatillas deportivas de la misma marca que la gorra. En la mano derecha porta un cuaderno grande forrado con una especie de cuero plastificado y oscuro. Llega hasta la mesa, abre el cuaderno, busca la hoja adecuada y hace señas indicando que escribamos. “Dice que nos registremos”, traduce Rolando. Sobre las páginas cuadriculadas, Tamiji ha trazado líneas verticales y horizontales. De modo que hay espacios para colocar el nombre, la nacionalidad y la profesión del visitante, así como la fecha. Ayer, 5 de junio, se anotaron algunas personas. Y anteayer, lo mismo, y casi todos los días pasa alguien y escribe su nombre en el registro de Tamiji.
“Enfermero”, “actriz”, “guía”, “guardaparques”, son algunas de las profesiones que escribieron los que llegaron hasta Sandillani. También los hay con trabajos no tan comunes, como uno que se declaró “probador de micrófonos”. Se lleva la palma el que se anotó como “maestro jedi”.
La historia de Hana
Al final del cuaderno, Tamiji ha dibujado varios mapas. Con escasez de verbos en sus frases (aprender una lengua tan diferente de la propia y vivir apartado hacen que su castellano no sea perfecto) se hace entender, aunque hay palabras que se pierden en algún punto entre sus cuerdas vocales y su despeinado bigote, y cuesta saber qué quiere decir. La que está intacta es la memoria. “Septiembre 55”, suelta al preguntarle cuándo salió de Japón. “Tazawa (su pueblo natal), Okinawa, Singapur, Madagascar, África”, recita como una plegaria bien aprendida. Se detiene sobre la isla africana de Madagascar. “Hermoso”. En el océano Índico ha dibujado un tornado y una ballena, cosas que vio en su travesía.
Luego, dice, llegó a Sao Paulo y, de allí, a una colonia japonesa en Yapacaní. Pero las condiciones de vida eran duras y se trasladó a La Paz, donde tomó el tren hacia Yungas. Una vez en esa provincia paceña, caminó por el Sillutinkara, un ramal del camino inca, hasta Sandillani. “Era bosque”, señala. Él solo levantó su casa cerca del impresionante barranco y sembró su huerta con hortalizas y frutas. Luego, aplanó los alrededores de su vivienda, que hoy son un jardín (Tamiji Hanamura Camping Panoramic, está pintado sobre una caseta afuera de la casa del japonés). Allí pueden acampar los caminantes que pasan por el lugar por Bs 10. “Lo que no se sabe es por qué vino hasta aquí”, comenta el director del parque, Jorge Gallardo.
No ha tenido familia ni amigos. Tan sólo algunos comunarios de Chairo pusieron por los alrededores tiendas y edificaron un albergue, Urpuma, con fondos donados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Sin embargo, hoy está abandonado.
Pero dice que no se aburre. “Todo el mundo viene”. Practica su lengua materna con los pocos turistas que llegan del Japón, pero ha aprendido algo de hebreo pidiéndoles a los israelís que pasan que le anoten algo de su vocabulario. El inglés se le ha olvidado. Del alemán, afirma: “Entiendo, no hablo”.
No deja que el grupo entre a su casa. “Feo, feo, sucio, más de 50 años”, se excusa. Desde la puerta, donde hay un sticker del Censo 2012, se adivina un ambiente oscuro del que sale un fuerte olor a leña quemada. Él entra y vuelve a salir con su pasaporte, que renovó hace dos años. Las hojas están en blanco.
“¿Nunca ha querido regresar a Japón?”. “No, esto montaña, como mi pueblo. Japón, -20°C en invierno, 30°C en verano. Aquí, siempre 17°C”. Además, argumenta, su país ha cambiado desde que él salió. ¿Y?cómo lo sabe? Vuelve a entrar a su vivienda y sale con un par de revistas que le han regalado los guías de una agencia de turismo. Señala un edificio tradicional: “Tokio. Palacio Imperial. Conozco”. Pasa las hojas y encuentra una imagen en la que aparecen rascacielos.
Guardaparques ad honorem
Entre las cosas que guarda en su casa, Tamiji tiene varios reconocimientos. Desde 1985 registra a los que llegan a la última parte del camino del Choro, por iniciativa propia. Por ello, en 2004 se le dio el título de guardaparques ad honorem, que fue refrendado en 2011. Exhibe una placa que le fue entregada este año por su actividad en el área, firmada por los “Bomberos Antofagasta, La Paz, Bolivia, 2013”. Pero su verdadero “tesoro” son las decenas de postales que le dejan los turistas.
Por el camino aparecen tres caminantes apoyándose en bastones de montañero. Tamiji sale con su cuaderno de registros en mano y les pide que se anoten. No pierde la oportunidad de conversar: “¿De dónde son?”. “De Polonia”. Y mientras los dos chicos y la joven firman, el ermitaño vuelve a su morada y regresa con varias postales del país europeo. En una de ellas dice: “Gdansk”. “¡Oh, ésta es nuestra ciudad!”, exclama la chica. Y le regala una tarjeta del mismo lugar.
Cuando terminan de inscribirse, Hana va al final del cuaderno y, con un bolígrafo, señala el mapa y vuelve a recitar su retahíla:?“Tazawa, Okinawa, Singapur, Madagascar, África”. Los polacos se marchan y la gente del Parque Cotapata le entrega algunos víveres: sardinas y picadillo de lata, fideo, arroz, ajos (le encantan). Y él pregunta: “¿Quién falta (por registrarse)?”. El rezagado anota su nombre. Tamiji no muestra emoción alguna, sigue observando con su mirada evasiva café claro, impasible, que sólo cambia cuando ríe. El grupo se marcha y él regresa a su condición de ermitaño.
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